Los bares de carretera donde empieza y acaba el verano, crónica de un país que viaja entre bocadillos y café

  • En algún punto entre el origen y el destino surge ese lugar que se convierte en parte indeleble del viaje

  • Muchos bares venden entre 700 y 800 bocadillos en días como el 1 o el 15 de agosto

Los bares de carretera donde empieza y acaba el verano
Lucía González Rodríguez  RTVE

Cada verano, millones de coches serpentean por las arterias calientes del país en busca de mar, montaña o el reencuentro con los abuelos. Las vacaciones, nos gusta decir, comienzan al llegar. Pero en realidad, arrancan mucho antes. Empiezan con las maletas mal cerradas, la lista que se queda en la nevera y esa primera parada en un bar de carretera.

Porque toda operación salida tiene su propio ritual: madrugar, arrancar con la fresca, escuchar la radio que enumera los kilómetros de atasco… y parar. Siempre hay una parada. En algún punto entre el origen y el destino, surge ese lugar que, aunque fugaz, se convierte en parte indeleble del viaje.

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Los guardianes del kilómetro 277

Bar La Hacienda, kilómetro 277 de la A-6, entre Astorga y Benavente, provincia de Zamora. Dentro, el aire acondicionado lucha por vencer el sopor castellano. Sandra Bresme lleva allí desde hace 20 años, hoy es la encargada del negocio tras heredarlo de sus padres. «Aquí todo es gente de paso, vienen, paran y se van. No hay mucho tiempo de hablar, todos andan con prisas«, dice entre risas mientras corta pan a una velocidad marcial.

En julio y agosto, Sandra refuerza plantilla: varios camareros más, un par de cocineros y una persona exclusivamente encargada de la limpieza. «Da igual el personal que contratemos, hay trabajo para todos«, cuenta sobre unos meses en los que llegan a multiplicar su clientela por diez. «El día fuerte de verdad es el 15 de agosto. Ese día vendemos más de 700 bocadillos. A veces, hasta 800».

Las cifras marean: más de 100 kilos de pan al día, 50 litros de café, 400 botellas de agua y cientos de paquetes de mantecadas de Astorga, que nunca fallan en las estanterías de la tienda. Todo para unos clientes que «lo tienen claro: baño, comida y seguir viaje».

Un chiringuito en tierra firme

Aunque no tengan mar, los bares de carretera tienen algo en común con los chiringuitos: son el preludio del descanso, el primer brindis por la desconexión. En el kilómetro 262 de la A-4, en dirección Andalucía, Andrés López lleva desde 2009 como encargado del restaurante Abades-Puerta de Andalucía, alimentando generaciones de veraneantes.

«Desde la pandemia, para mucho más turismo», dice. Se nota en cómo regresan año tras año rostros conocidos. «Todos los veranos pasa gente que ha pasado el año anterior, y se nota que ya llevamos mucho tiempo abiertos: a muchos los ves crecer».

 

El espíritu del lugar no ha cambiado: comodidad, buena comida y un rato agradable. «Mira, la gente viene a lo seguro. Quieren sabores que les devuelvan a la infancia. Y nosotros se los damos«. Durante el verano, organizan tres turnos para cubrir las 24 horas del día. Porque, como resume Andrés, se deben al viajero.

Historias en tránsito

Muchos de estos bares son el escenario de historias que nadie escribe: rupturas que se fraguan en la cola del baño, reconciliaciones entre cafés, padres que sueltan la noticia de que «este año vamos en ferry», o abuelos que se despiden hasta septiembre.

En uno de los muchos bares de la autovía del Mediterráneo, cada camarero podría contar una novela. Rosa, 64 años, lleva allí desde los 18, cuando la autovía completa era aún una promesa y casi pasaban solo camiones. «Una vez, una chica se bajó corriendo de un coche, llorando, y me pidió que le guardara una carta. La dejó con una propina de 20 euros. Dijo que, si venía un tal Sergio, se la entregara«.

¿Y vino? «Tres días después. Paró con el coche hecho polvo. Pidió un café solo. Y preguntó por la carta. Me temblaba todo el cuerpo al dársela. Se la leyó en silencio, dejó 10 euros de propina y se fue sin decir nada. Nunca volvieron ninguno de los dos«.

Hay algo profundamente cinematográfico en estos lugares. Una épica pequeña, cotidiana. Unos entran con los ojos llenos de sueño, otros con la sal aún en la piel. Algunos se dirigen al sur con toallas nuevas en el maletero, otros regresan con arena en los asientos traseros. Pero todos, en algún punto, se encuentran en estos altares del paso.

Los productos que hacen patria

No se puede hablar de bares de carretera sin hablar de los productos típicos. No es solo que se compren: se coleccionan, se regalan, se comen en el coche como un rito.

Los miguelitos de La Roda, con su hojaldre y azúcar glas; las mantecadas de Astorga, envueltas en su caja de cartón con tipografía retro; las almendras garrapiñadas de Briviesca; los quesos manchegos envasados al vacío; los embutidos de Guijuelo que viajan en neveras improvisadas. Cada parada es una feria gastronómica en miniatura.

Serapio Fraile, desde el restaurante Juanito, en La Roda, Albacete, lo tiene claro: «Vendemos tantas cajas de miguelitos como cafés con leche«. Hace años que ocurre eso, su padre abrió en el Mundial del 82: «Fue camarero toda la vida, desde que tenía siete años después de la guerra, y a los 32 años montó Juanito de La Roda».

Hoy, con el ‘Juanito’ ya en manos de su hijo, reconoce que los tiempos han cambiado: «Se nota la crisis. La gente va un ‘poquillo’ más ajustada. Antes era un bocadillo, ahora es un pincho de tortilla o una ensaladilla que es más barato».

Aun así, en días como el 1 de agosto, se preparan con casi mil barras de pan, sin contar las que se gastan en comedor. «Se pueden vender muy bien 800 bocadillos. Y antiguamente, más», cuenta.

 

Por el restaurante pasan entre 1.500 y 2.000 personas al día y casi todas dejan un trocito de ellas. De eso también vive la carretera. «Una vez le salvé la vida a un cliente«, recuerda Serapio. Se había atragantado con el nervio de un entrecot. Él hizo la mili en la Cruz Roja y pudo hacerle la maniobra de Heimlich: «Gracias a eso pudo continuar el viaje como si nada». Hoy, orgulloso de la continuidad de su hijo, Serapio espera la llegada de la cuarta generación para seguir sirviendo al viajero.

En la carretera también se come

No es casual que muchos de estos bares tengan menús del día, carta amplia, y hasta platos de cuchara en pleno agosto. Son sitios que entienden que el viaje agota, pero también abre el apetito.

En uno de los restaurantes de la A-2 a su paso por Lleida, lo explica una camarera sin rodeos: «Aquí hay que dar de comer rápido, pero bien. Te paran familias enteras, camioneros, gente que lleva horas al volante. No quieren florituras, pero tampoco un bocadillo frío».

Cada día sirven más de 300 comidas, y desde hace años han ampliado su carta con opciones vegetarianas, sin gluten y platos aptos para alérgicos. «Nos lo pedía la gente, y hay que adaptarse, pero sin perder lo de siempre».

Algo que ocurre en otros puntos del país, como en la A-8 en Cantabria, ya hay locales que ofrecen otras opciones sin perder el espíritu de parada popular. Una mezcla entre lo moderno y lo tradicional, adaptándose al viajero que cambia, pero manteniendo la esencia de siempre: comida buena, rápida y con alma.

Volver a pasar

Tal vez el mejor elogio a estos bares no es que uno los recuerde, sino que uno los repita. Que, al año siguiente, busque el mismo cartel oxidado, el mismo olor a pan tostado, la misma camarera con acento de siempre. Porque más allá de las autopistas, de los destinos de moda o de los hoteles boutique, están ellos: los que dan de comer al país en tránsito.

mientras haya vacaciones, habrá paradas. Y mientras haya paradas, habrá bares de carretera. Con sus historias, su café hirviendo y su letrero de «servicios limpios» como promesa de humanidad en mitad del asfalto.

Allí, donde las prisas se detienen y los mapas se pliegan, es donde nace otra forma de turismo: el del trayecto, el del bocadillo de panceta, el del regalo improvisado, el del padre que señala un cartel y dice «aquí parábamos cuando tú eras pequeño». Lugares que no salen en guías, pero que forman parte del ADN del verano español.

Porque hay algo profundamente nuestro en bajar del coche, estirar las piernas, pedir un café con leche que nunca sabe igual que en casa y mirar la carretera como si fuera un río que nos sigue llamando. Porque las vacaciones no solo están en la playa o en el pueblo. Están también en ese momento en que paramos a la sombra de un bar, con la radio baja y el mundo suspendido. Y ese momento, aunque dure veinte minutos, se queda con nosotros todo el año.