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El uso masivo de antibióticos y desinfectantes en la alimentación pone en riesgo la salud pública y ambiental
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Los virus bacteriófagos son una alternativa natural para eliminar las bacterias nocivas de los alimentos
PorINÉS MODRÓN LECUE RTVE

El procedimiento más habitual para asegurar esa limpieza es el uso de desinfectantes químicos. Gracias a ellos, se han evitado brotes infecciosos y de ha reducido la incidencia de enfermedades. Están totalmente regulados y son seguros para el consumidor en las cantidades que llegan al plato, «pero muchos de ellos generan residuos que acaban en el medioambiente y eso sí es un problema«, resume el profesor del grupo de investigación ‘SAMA. Seguridad Alimentaria y Microbiología de los Alimentos’ de la Universidad de León, Ángel Alegría.
Lacuesta defiende que cuidar los ecosistemas es una forma de cuidar la salud humana. Por eso, se están explorando caminos alternativos, como el uso de cultivos que establecen simbiosis con bacterias del suelo capaces de utilizar nitrógeno del aire para alimentar a la planta sin necesidad de fertilizantes artificiales. Es el caso de muchas leguminosas, como las alubias, que pueden crecer así más sanas y sostenibles.
La crisis de los antibióticos
En paralelo, aumenta otra de las principales preocupaciones sanitarias de la actualidad: la resistencia a los antimicrobianos. Aunque los antibióticos y otros antimicrobianos han sido esenciales para tratar infecciones en humanos y animales —de no existir, la esperanza de vida sería unos 20 años menor— su uso excesivo ha facilitado que muchas bacterias desarrollen mecanismos para sobrevivir a estos fármacos. No son las personas las que se vuelven resistentes, sino los microorganismos que pueden adquirir y transmitir esa resistencia a otros, incluso sin haber estado en contacto con los medicamentos. «Cuanto más abusemos de los antibióticos, más probable se vuelve que las bacterias pierdan sensibilidad», explica Alegría.
En la práctica, esto supone que una persona infectada por una bacteria acuda al hospital para eliminarla y resulte prácticamente imposible. En alguien sano, ya es un problema, pero para una persona mayor o inmunodeprimida el riesgo es enorme. Se estima que la mortalidad por esta causa ronda los 4.000 fallecimientos al año en España y 700.000 en todo el mundo, que se espera que lleguen a 10 millones para 2050.
Además, explica Lacuesta, el abuso de antibióticos en la agricultura también altera la biodiversidad microbiana que protege y nutre las raíces. Cuando ese ecosistema se desequilibra, las plantas pierden capacidad de defensa frente a plagas y otros «estreses ambientales». La consecuencia es que se recurre a más químicos para contrarrestar y se crea un «círculo vicioso»
Con el objetivo de revertir esta situación, surgen proyectos con otras miradas, que buscan limitar estos nuevos riesgos y abordar de una manera más inteligente y precisa el tratamiento de los microorganismos presentes en los alimentos.
Escuchar al campo
Sin embargo, cambiar el modelo no es tan fácil. La producción ha tenido que intensificarse para responder a una demanda cada vez mayor, porque crece la población y el deseo de consumir alimentos fuera de temporada y procedentes de otras partes del mundo. La agroecología propone un sistema más respetuoso con el entorno, pero los productores que lo intentan aplicar se topan a menudo con legislaciones exigentes y pocas herramientas frente a plagas y otros imprevistos. «Muchos lo acaban dejando», lamenta Lacuesta. A pesar de ello, defiende que cada vez hay más conciencia y se presta más atención a la sostenibilidad.
En esta línea, el Instituto Tecnológico Agrario de Castilla y León (ITACyL) pretende aunar el conocimiento científico, las exigencias regulatorias y las necesidades del campo. «Buscamos conseguir resultados que se transfieran al sector, porque redundan en beneficios para la sociedad. Es salud pública«, explica su subdirectora de Investigación y Tecnología, Cristina León.
La normativa europea es cada vez más estricta, algo que la experta califica como «necesario y positivo, porque pone el foco en la salud y la sostenibilidad», aunque reconoce que también implica tensiones para quienes trabajan la tierra. «Muchas veces las autoridades piden dejar de usar ciertos productos, pero no dan tiempo suficiente para que los sustitutos estén listos y autorizados», cuenta.
Uno de los principales retos es asumir el coste que implica potenciar la producción de alimentos sostenibles. «Si quisiéramos alimentar a toda la población solo con producción ecológica, hoy por hoy no seríamos capaces. Tiene que haber rentabilidad para que haya un futuro», apunta. Por eso, la inversión en investigación y tecnología es clave para garantizar la seguridad alimentaria «desde el suelo hasta la copa de vino», en todos los eslabones de la cadena.
Prueba de ello es que la misma tecnología que permitió secuenciar el virus del Covid-19 y rastrear sus variantes ya se usaba previamente en el sector agroalimentario. «Nuestra compañera experta en secuenciación masiva se fue a los hospitales a enseñar lo que aquí ya sabíamos», recuerda León. Esta herramienta permite detectar la microbiota del suelo y diagnosticar con precisión enfermedades en animales, para tomar decisiones más rigurosas como qué antibiótico usar en cada caso y evitar así un uso indiscriminado que amenace a «otros microorganismos buenos, como los que nos ayudan a producir el queso o el jamón».
Los bacteriófagos: unos virus amigos
En plena búsqueda de soluciones más sostenibles, unos enemigos naturales de las bacterias llaman la atención de algunos investigadores. Los virus son grandes villanos en el imaginario colectivo, pero algunos de ellos tienen la clave de una posible solución. Los bacteriófagos —o simplemente ‘fagos’— son cazadores especializados que infectan exclusivamente a bacterias concretas. «Eso nos permite eliminar solo a las perjudiciales», a diferencia de los antibióticos que arrasan con toda la microbiota y atacan a microorganismos beneficiosos para el cuerpo humano, cuenta Alegría, profesor del grupo investigador.
Uno de los proyectos en los que trabaja actualmente el equipo de Alegría en la Universidad de León busca frenar la acción del enterobacter, una bacteria que estropea vegetales fermentados como los pepinillos o el chucrut. Además de su precisión, los fagos tienen otra gran ventaja y es que no dejan residuos peligrosos para los ecosistemas.
Su estudio se remonta a principios del siglo pasado, cuando tuvo un gran desarrollo en la Unión Soviética. Tras la llegada de los antibióticos, su aplicación quedó relegada, pero con la reciente alerta por el avance de las resistencias antimicrobianas vuelven a cobrar importancia. En Estados Unidos, existen multitud de productos a base de fagos aprobados para desinfectar superficies que entran en contacto con los alimentos. En Europa, la legislación todavía no está demasiado avanzada, pero continúa la investigación.
Aunque se hacen pruebas para diseñarlos genéticamente en laboratorio, «lo más común es encontrarlos en la naturaleza, en lugares con mucha carga bacteriana, como las aguas residuales de granjas», explica Alegría. A partir de ahí, se cultivan y se seleccionan los que atacan a las bacterias de interés.
Uno de los principales retos es conseguir que la población confíe en estos «virus buenos», porque solo mentarlos puede generar recelo. Sin embargo, estos fagos no pueden infectar células humanas, ni animales, ni vegetales: «Son seguros para los humanos, el problema es lograr que los consumidores lo acepten».