Las Fiestas de la Vendimia vuelven a convertir las calles de la ciudad jumillana en un río de alegría, música, tradición y litros de tinto

La Gran Cabalgata del Vino de Jumilla 2025, en imágenes / Juan Carlos Caval
Miles de litros, risas, música y un sol de justicia (que no logró detener la Gran Cabalgata del Vino) volvieron a teñir de morado las calles de Jumilla en una de las celebraciones más esperadas de las Fiestas de la Vendimia.
El reloj marca las 18:00 y, aunque ha sido retrasada por las altas temperaturas, el calor aún aprieta sobre el asfalto de la avenida Reyes Católicos. Los altavoces comienzan a rugir, haciendo retumbar los pechos con los graves. Una charanga invita a que ‘alguien saque a bailar a la morocha que se muere de ganas’, las carrozas se alinean como un ejército parecido a las hordas del mismísimo Gengis Khan, pero rebosando alegría y sed de vino en vez de sangre; las camisas blancas ya están preparadas para su inevitable destino: acabar empapadas en vino hasta la última microfibra.
La Gran Cabalgata del Vino regresa en su 52ª edición, reafirmando su lugar como uno de los rituales más identitarios del calendario festivo jumillano. Lo que comenzó hace más de medio siglo como un gesto espontáneo entre amigos para compartir un trago de vino, se ha convertido en una cita multitudinaria que trasciende generaciones y fronteras, tanto comarcales como internacionales.
Este año, 21 peñas han tomado parte en el desfile con carrozas no tan adornadas como las de la Cabalgata Tradicional del viernes, pues ahora las carrozas están preparadas para la ‘guerra’: bidones llenos de vino (unos dos mil por carroza) y los altavoces y mesas de mezclas cubiertas con bolsas de basura para evitar compartir el desenlace de los participantes.
Durante más de cuatro kilómetros, desde la avenida de Reyes Católicos hasta la de Murcia, pasando por Cánovas del Castillo, Pasos y Levante, el vino fluye como una lluvia tinta. Botas, mangueras, jarras, pistolas de agua, cubos, botellas de plástico agujereadas en el tapón, cualquier recipiente es válido para rociar a todo aquel que se cruce en el camino de esta cabalgata que se convierte en la envidia del mismísimo dios Baco.
J.M. Lax Asís
Las calles se vuelven púrpuras, las risas se mezclan con los gritos de sorpresa de algunos espectadores, otros reciben el vino lanzado con la boca abierta, y las cámaras no dejan de disparar para inmortalizar este momento.
«Esto se pone a tope de gente, se cuadruplica la población jumillana, esto es un desmadre que te cagas, la gente se revuelca hasta por el suelo, los jóvenes se lo pasan fenomenal», comenta Antonio García, peñista desde hace más de veinte años y que hoy conduce el tractor de la peña La Alborga.
La organización, liderada por la Federación de Peñas y el Ayuntamiento de Jumilla, despliega un dispositivo especial de seguridad y limpieza. Más de un centenar de personas velan por el buen desarrollo del evento; peñistas se colocan cerca de las ruedas de los tractores para evitar que la relación entre vino y ruedas gigantes no se consuma con algún participante despistado.
«Esto está muy vigilado, nunca hay problemas; lo único peleón es alguno de los vinos que se lanzan desde las carrozas, ya que no se va a tirar el vino bueno. Del bueno algo se guarda, pero para dar a la gente», señala García.
La historia de esta cabalgata está profundamente ligada al alma agrícola de Jumilla. En sus orígenes, la fiesta era una forma de celebrar el final de la vendimia, de agradecer a la tierra y a los jornaleros su esfuerzo. Hoy, aunque el vino sigue siendo protagonista, el evento ha evolucionado hacia una expresión colectiva de identidad, donde tradición y modernidad se abrazan en cada paso del desfile.
Las peñas, verdaderas protagonistas del evento, trabajan para que todo se desarrolle como es debido, yendo a las bodegas para recoger y llenar las carrozas del zumo de la uva fermentado, en parte cedido por las bodegas y, aunque cada peñista es, como se dice coloquialmente, ‘de su madre y de su padre’, todas comparten el entusiasmo contagioso y el compromiso con una fiesta que consideran suya.
«Aquí se viene a disfrutar, a pasarlo bien y reírse con los amigos; yo llevo saliendo desde antes de que pudiese beber vino», dice un peñista que no conserva ni un ápice del color original del tradicional traje de faena jumillano.
La dimensión turística del evento es cada vez mayor. Visitantes de toda la Región de Murcia, de otras comunidades e incluso del extranjero se acercan a Jumilla atraídos por la fama de esta cabalgata única. Los bares se llenan y la ciudad se transforma en un hervidero de acentos, colores y culturas.
«Yo vengo de Cali (Colombia) para verla; he aprovechado que tengo familia aquí para visitarlos, haciendo coincidir las fechas, ya que habíamos visto la cabalgata por internet y no nos la queríamos perder», dice Germán.
Y mientras el vino sigue corriendo y la música no cesa, Jumilla se reafirma como capital festiva del Altiplano, donde la tradición no se embotella, sino que se comparte a borbotones.
La Gran Cabalgata del Vino no es solo una fiesta: es un ritual colectivo, una celebración de la vida, del vino y del pueblo que lo hace posible año tras año.