El fuego quema el sustento de la vida rural gallega: «Está el ganado esperando que le dé de comer»

Varias reses vienen en busca de comida tras arder todo el monte
Varias reses vienen en busca de comida tras arder todo el monte LUCÍA GONZÁLEZ
Lucía González RodríguezEnviada especial a Chao da Casa, Quiroga

Todo huele a ceniza. En Chao da Casa, Quiroga, el incendio de Larouco dejó un olor imborrable y un silencio negro, roto apenas por el mugido de bueyes y vacas que buscan lo que ya no existe: hierba fresca. Los caminos están cubiertos de troncos caídos, las laderas ennegrecidas, y en cada curva aparece la huella de un fuego que no distinguió entre monte, prados o pinares.

Allí sobrevive una rareza en un rural gallego cada vez más vacío: más de 200 cabezas de vacuno libres en mil hectáreas de finca. «Como ves, están esperando todos a que les dé de comer«, dice Mario Nogueira, dueño de la ganadería, al tiempo que se acercan las reses que no entienden que el monte, el mismo que las alimentó siempre, se haya convertido en desierto.

Una de las reses en medio del monte arrasado por el incendio de Larouco
Una de las reses en medio del monte arrasado por el incendio de Larouco LUCÍA GONZÁLEZ

Hasta el incendio de Larouco, apenas hacía falta reforzar la comida tres meses al año, los más duros del invierno. Ahora, el cálculo es otro: 6.000 euros mensuales, independientemente de si es verano o invierno, un gasto que amenaza con llevarse por delante no solo la explotación, sino también la continuidad de un modo de vida.

La lucha contra el fuego

El 15 de julio las llamas bajaban desde lo alto de la montaña como un ejército imposible de detener. Primero treparon desde A Rúa, Ourense, hasta las cumbres cubiertas de pinos. Después descendieron con la velocidad que da el viento y el abandono. «Fue un infierno, en mi vida pensé pasar por esto«, recuerda Mario, que no se quitó la ropa durante tres días y durmió apenas un par de horas.

En Chao da Casa, pueblo desde hace un par de años vacío salvo por casas de fin de semana, se libró una batalla de resistencia. Mario, su mujer, dos vecinos, los amigos de sus hijos y una brigada de bomberos se organizaron para frenar el avance del fuego. Cortaron pinos, encendieron contrafuegos y vigilaron cada salto de chispa. «Diez minutos en un incendio es muy importante. Que estés aquí y veas que saltó allí, vas y con un batefuego lo apagas. Pero si esperas cinco minutos ya se extendió por toda la ladera«, cuenta, mientras señala los restos negros del monte.

Varias vacas se acercan esperando comida
Varias vacas se acercan esperando comida LUCÍA GONZÁLEZ

El fuego llegó a la pila de paja almacenada en la puerta misma de la finca. «Estuvimos [él y su familia] al lado para intentar salvarlo, pero ya les dije que nos fuéramos, que no merecía la pena arriesgarse». A las 3:30 de la madrugada, cuando parecía que todo estaba controlado, un foco reavivado volvió a amenazar el pueblo. Fue entonces cuando la llamada a un agente forestal amigo, y la llegada de la carroceta, evitaron lo peor. «Por suerte conseguimos salvar el pueblo, pero fue difícil», repite Mario, todavía incrédulo.

Ganado herido y futuro incierto

Entre la ceniza, los animales siguen siendo la mayor preocupación. Un simple recorrido por la finca es suficiente para ver las huellas del incendio. En uno de los caminos, una vaca sola. Con quemaduras en patas, ubre y ojos, apenas se movía, casi sin fuerzas ni esperanza. Solo cuando Mario se acercó con unos tacos de pienso logró incorporarse, devorándolos con hambre desesperada. La imagen resumía mejor que nada el golpe del fuego.

«Aún no sé si perdí cabezas de ganado», confiesa. Tampoco sabe si en algún momento serán capaces de evaluar los daños, porque además de las pérdidas, hay animales que van a tener secuelas durante tiempo, abortos y algunos nunca se van a recuperar.

Una de las vacas con quemaduras en un ojo
Una de las vacas con quemaduras en un ojo LUCÍA GONZÁLEZ

La imagen más dura, recuerda sobre la primera vez que pudo subir al monte, fue encontrar vacas rumiando a un metro de las llamas, incapaces de prever el peligro. «Los animales no son conscientes de lo que les viene encima, de la magnitud del fuego y de que va a llegar a donde ellos están».

El contraste entre la costumbre y la nueva realidad es brutal. Antes, los animales pastaban libres en mil hectáreas de monte. Había comida suficiente. Ahora, todo es negro y el pasto no volverá en meses, quizá años. «Tenía algo almacenado en la palleira (pajar, en gallego) y quedaba para dos días, pedí un tráiler de comida, pero no me lo mandan», lamenta. Si no hay apoyo institucional o ayudas rápidas, la única salida será vender las vacas. «Me da pena todo, vender las vacas, la situación, pero tengo que ser realista«.

Una historia que viene de lejos

La historia de Mario es también la de su familia. Fue de su padre, que quedó huérfano a los 12 años por la guerra, de quien heredó el oficio en Chao da Casa. En el año 2000, un gran incendio casi arrasa el pueblo. Mario recuerda aquel día con claridad: «Vinimos a ayudar, pero cuando el fuego empezó a rodear el pueblo, nos fuimos». Sentía sobre todo pena, porque no quería que se perdiera la casa donde había crecido su padre, fallecido pocos años antes. «El fuego se apagó justo en la puerta, entonces dije que no podía volver a pasar esto».

De esa decisión nació la ganadería. Primero compró cuatro vacas. Luego, en una feria, adquirió dos bueyes que acabó vendiendo al doble de su precio. Con ese dinero compró cuatro más y, en apenas dos años, levantó una explotación que hoy supera las 200 cabezas, entre cachenas, bueyes de trabajo y de carne.

El monte arrasado por las llamas
Varias vacas de la explotación con el monte arrasado por las llamas de fondo LUCÍA GONZÁLEZ

Criar bueyes era tradición en el pueblo: se amansaban de pequeños, servían para las tareas del campo y después, se vendían. Era un medio de vida. Y lo sigue siendo, aunque en riesgo.

El golpe al rural

La tragedia del fuego es también la del abandono. Chao da Casa, como tantos pueblos del interior de Galicia, está vacío. Lo que queda son casas abiertas en verano o fines de semana. Mario lo resume con crudeza: «El pueblo, ¿sabes cómo no arde? Si hay vida, si hay gente que limpia, que trabaja, que tiene una actividad, así no arde«.

Un árbol caído en medio de un camino tras el paso del fuego
Un árbol caído en medio de un camino tras el paso del fuego LUCÍA GONZÁLEZ

Su reflexión se clava como sentencia: «Si los que hay, estamos pensando en abandonar porque todo son problemas, pues…». Ya ni continúa la frase casi sabiendo que cualquiera que conozca el mundo rural y, especialmente el gallego, la terminará por él.

Porque no se trata solo de hectáreas arrasadas, sino de la posibilidad de que no haya nadie para cuidarlas. «Esto es parte de mi familia, llevo luchado mucho por esto y me costó mucho dinero montarlo», afirma.

Entre la ceniza y la esperanza

El monte limpio, insiste, no arde. Lo sabe porque lo que no se quemó fue precisamente lo que había desbrozado él mismo. «Mientras estoy en el monte, nadie viene a prenderle fuego. Lo que limpio yo no lo tiene que limpiar nadie», razona. Su actividad genera movimiento, empleo, ingresos que repercuten en la zona: cada compra de pienso, cada venta de terneros, cada reparación de tractor. «¿No es mejor eso que el abandono y que mi hijo esté parado

Una de las reses con quemaduras en las patas
Una de las reses con quemaduras en las patas LUCÍA GONZÁLEZ

Pero la realidad casi aboca a dejarlo todo: animales heridos, pastos desaparecidos y miles de hectáreas arrasadas. Lo que fue un modelo de resistencia en medio del abandono se tambalea. El propio Mario lo asume: «Esto ya pasó, no se trata de quién es el culpable ni de cuánto me va a costar, pero o me ayudan o no sigo«.

Y no habla de subvenciones ni de indemnizaciones, sino de algo más sencillo y a la vez más difícil: que no le pongan trabas para seguir trabajando. Se refiere a la burocracia que asfixia, a las dificultades para desbrozar el monte, a la falta de servicios básicos que vacían los pueblos.

Aunque aún parecen quedar huellas de esperanza: los animales que sobrevivieron, la comunidad que resistió, la voluntad de un ganadero que durante tres días no se rindió frente al fuego; la pregunta es si habrá alguien para seguir desbrozando mañana.