Evita Perón, 100 años de su nacimiento

  • Hace casi cien años, el 7 de mayo de 1919, nació en Argentina una mujer que se convirtió en un mito. Actriz de poca monta, se casó con el coronel Juan Domingo Perón, que poco después llegó a presidir el país, y se transformó en la salvadora de los pobres, en una Robin Hood vestida de Alta Costura y reverenciada por las masas. Esta es su historia, truncada por una muerte prematura.

Cuando sale por última vez al balcón de la Casa Rosada, a Evita le pesa el cuerpo como ropa mojada. Y eso que es un espectro de 37 kilos. Ha corrido el rumor de que se está muriendo de cáncer y los descamisados arrancan sus fotos de las revistas y por la noche las llevan en procesión para ventilarlas al aire de la luna. Todo lo contrario de las clases altas, que la llaman ‘la Yegua’, que en lunfardo significa chica de alterne. La odian tanto que durante su convalecencia llegan a escribir en las paredes «Viva el cáncer».

En su último momento de conciencia, Evita llama a su manicura, Sara Gatti, y le dice: «Mirá, Sara, dentro de un rato van a entrar todos porque me voy a morir y después te van a llamar para prepararme. Vos me sacás este rojo chirle que tengo en las uñas y me ponés ese ‘Queen of Diamonds’ transparente que te hice comprar. El de Revlon. Es una orden». Y después se le acaba la vida y se consuma la leyenda fulgurante de una metamorfosis: la de una actriz de segunda fila en una flagelante que asume el sufrimiento de los «grasitas», los «cabecitas negras», como llamaban a los parias porteños.

Todavía no el mito, pero sí su prólogo, comienza en 1935, cuando María Eva Duarte, una quinceañera con dientes de conejo que no le dejan cerrar los labios, hija no reconocida de un ranchero, abandona el tedio pueblerino de Junín con una mano delante y otra detrás. Llega a la estación bonaerense de Retiro con una maleta de fibra y una tozuda determinación de volver a nacer y ser la clase de mujer que ves del brazo de un campeón de boxeo. Buenos Aires es una ciudad canalla para los descamisados y noctívaga para mujeres de espalda desnuda, alta peletería y gargantillas de platino, que llegan a las noches de gala del teatro Colón en ‘Packards’ y con tipos vestidos de pingüino. Esa no es la ciudad de María Eva, la suya es de pensiones sórdidas, de sobrevivir mendigando un mísero papel en el radioteatro, de curarse los sabañones con alcohol y de matar los piojos con petróleo. Aquellos malos tiempos alimentan el resentimiento de la provinciana desvalida en una sociedad clasista y machista hasta la náusea. Si evita quedar varada en amores corrientes, es porque lo único que le da miedo es una «vida ordinaria» y porque ya es una feminista intuitiva, pero visceral y con conciencia de clase.

Le echa coraje para sobresalir y pasa de cobrar 35 dólares al mes en 1937 a 1.000 en 1943 y a 15.000 al año siguiente. Hasta entonces no ha sido de esas mujeres por las que se dan la vuelta los hombres en la calle; resultona tal vez, pero a nadie le envenena los sueños. Qué va. Por más base y colores que le pongan los maquilladores de sus películas, se nota a la legua que es una ordinaria, no hay forma de enseñarle a sentarse con gracia ni a manejar los cubiertos ni a comer con la boca cerrada. Con el éxito, no solo entra en el Savoy sino que, como recordaría después el maquillador de sus dos últimas películas, «exhalaba un aura de aristocracia, la belleza le crecía por dentro sin pedir permiso». Es la segunda estación de su metamorfosis.

El 22 de enero de 1944, se celebra en el Luna Park un festival por los damnificados de un terremoto, Eva se cuela en el palco y usurpa el asiento al lado del coronel Perón, un viudo de 49 años que es subsecretario del Ministerio de Guerra y una figura política en ascenso. En febrero, la extraña pareja ya comparte el apartamento de Eva en la calle Posadas. Y, ahora sí, la oruga se vuelve mariposa y vuela. Eva pasa de la segunda línea del teatro a la primera línea de la política, que es otro tipo de teatro. Será ya Evita para siempre: una mujer muy poderosa, un tornado, un mito alucinógeno.

Foto: GETTYIMAGES

Tras el triunfo electoral de Perón en 1946, la actriz encuentra el papel de su vida, se siente ungida y, sin ningún cargo oficial, asume el poder de facto con el furor del paladín que lucha contra el dragón. Los descamisados la reverencian como a un Robin Hood con ‘tailleurs’ de Dior y perfumes de Schiaparelli. En su libro de memorias ‘La cabeza contra el suelo’, el modisto Paco Jamandreu, que fue su primer ‘Pigmalión’, recuerda que Eva lo llamó «a una hora tan temprana que me pareció una insolencia. ‘He visto sus dibujos en Mundo Argentino’, me dijo. Ahora voy a precisar ropa para mi trabajo con el coronel. Me tiene que crear un estilo. Usted se imagina: concentraciones, colectas, visitas a barrios pobres, a hospitales. Usted me asesorará».

Eva empieza a vestirse en París

Hasta que Eva empieza a vestirse en París, ese modisto es una pieza fundamental en la maquinaria que monta un espectáculo político nunca visto. Jamandreu le crea el ‘tailleur’ príncipe de Gales con cuello de terciopelo oscuro que le da un aire a la Garbo: es su ropa de trabajo. Para las fotografías oficiales posa envuelta en sedas y rasos erizados -vestidos de noche de Dior, Pierre Balmain o Marcel Rochas- y acorazada por joyas de Ricciardi. Es una reina republicana: «A la única reina que vestí es a Eva Perón», dice Balenciaga en una entrevista. Esos atuendos ceremoniales son tan excesivos que Coco Chanel le recomienda «no vestirse tanto», para no eclipsar la elegancia natural de sus largas piernas y brazos y de sus pechos pequeños.

Los descamisados no es que le perdonen el lujo: se lo aplauden. Aunque Evita luzca joyas despampanantes y ostente abrigos de visón en pleno verano, el pueblo humillado se siente vengado por esos atuendos de reina. Eva Perón ha convertido su ‘Fundación’ en una industriosa factoría en la que las mecanógrafas se relevan en tres turnos de ocho horas para atender infinidad de peticiones. En los seis primeros meses de 1951, regala 25.000 casas y casi tres millones de paquetes de juguetes, zapatos, colchones, ajuares de novia, máquinas de coser, muletas o dentaduras postizas. En el mismo año es madrina de boda de más de 1.600 parejas, la mitad de las cuales ya tiene hijos. Los hijos ilegítimos la conmueven porque ha vivido su propia ilegitimidad como un estigma. Donde la Iglesia dice ‘beneficencia’, ella dice ‘auxilio social’. La palabra beneficencia la pone de los nervios, la limosna es otro lujo de los oligarcas, el cínico placer de excitar el deseo de los pobres sin llegar a satisfacerlo.

Sin tocar las estructuras sociales, que siguen siendo tan injustas como siempre, Evita se vale para sus dispendios de las reservas de oro de Argentina. No hay quien la pare y su propio marido la deja hacer cuando abronca a los ministros, cuando confisca toneladas de patatas o manzanas, cuando extorsiona a los empresarios o expropia hoteles para crear colonias de vacaciones infantiles.

Fascina su itinerario de contradicciones: su fragilidad no le impide alcanzar el mayor poder que tuvo mujer alguna desde los tiempos de la emperatriz regente de China. Insolente, sarcástica y rencorosa, no le cuesta nada ser amable, o lo es fácilmente o no lo es en absoluto. En guerra contra la hipocresía política y los privilegios, hace de la oligarquía porteña el epítome de todos los males, pero compite con los vestidos de la alta burguesía. La Evita de los trajes de Dior convive con la pasionaria insomne, capaz de los discursos más incendiarios: arengas fulminantes como disparos, conjuros de combate en los que exige el sufragio femenino y pide ayuda a las masas para «sacar a los traidores de sus guaridas asquerosas». Como confiesa en ‘Mi mensaje’, su libro póstumo, habla con «indignación descamisada, dura y torpe, pero sincera como la luz que no sabe cuándo alumbra y cuándo quema».

Evita, carismática

Max Weber define el carisma como el carácter de una personalidad que hace que sea «considerada aparte» de las personas corrientes. Ernesto Laclau dice que en el populismouna serie de demandas heterogéneas cristalizan alrededor de ciertos símbolos que a veces son el nombre de un líder. Total, que Evita es una populista carismática que magnetiza a los descamisados en una especie de danza hipnótica. Con los brazos en alto, es transportada por el viento de éxtasis que brota de una muchedumbre que solo tiene ojos para ella y se vuelve hacia ella como las flores hacia el sol.

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La mitad de las niñas de las provincias del noroeste se llaman Eva. Las adolescentes pobres de Argentina quieren parecerse a ella, visten faldas acampanadas y zapatos con pulsera en los tobillos, se tiñen el pelo de rubio oxigenado y se lo peinan hacia atrás, tirante y recogido en uno o dos rodetes. Imitan a una Evita transfigurada por el resplandor de un futuro que no llegará a ver.

Con la enfermedad, su cara se vuelve angulosa, sus pómulos salientes, sus facciones más perfiladas, sus manos más huesudas, su talle más fino. El cáncer de útero inmaterializa su cuerpo y Evita se vuelve completamente ‘La dama de las camelias’. Sufre una extenuación visible, como un pájaro que ha volado una gran distancia. Así la muestran las fotos durante actos públicos en los que Perón la sostiene desde atrás y ella, levemente inclinada, levanta los brazos como si fuera a volar hacia la multitud que llena la plaza.

En un Buenos Aires de lágrimas y chubascos, Eva Perón muere a las 20.25 del 26 de julio de 1952, a los 33 años. Es un acontecimiento de repercusión universal, homérico: la infinitud de lo sublime se alcanza por el camino del exceso. Su cuerpo es velado durante 12 días bajo la cúpula de la Secretaría de Trabajo. Medio millón de personas besan el ataúd, algunos tienen que ser arrancados a la fuerza porque intentan suicidarse a los pies del cadáver con navajas y veneno. Alrededor de la capilla ardiente cuelgan 18.000 coronas de flores. El ataúd es colocado sobre una cureña militar y 17.000 soldados rinden honores. Desde los balcones se arrojan un millón y medio de rosas amarillas, alhelíes de los Andes, claveles blancos, orquídeas del Amazonas y crisantemos enviados por el emperador del Japón en aviones de guerra. Entre mayo de 1952 -dos meses antes de su muerte- y julio de 1954, el Vaticano recibe 40.000 cartas atribuyendo a Evita milagros y exigiendo su canonización. Que el Papa se resista a una santidad tan evidente es para los argentinos una afrenta a la fe del pueblo peronista.

Para satisfacer la súplica de que no la olviden, Perón ordena embalsamar el cuerpo. Por las arterias fluyen corrientes de formaldehído, parafina, cloruro de zinc, nitrato de potasio y otras alquimias de la eternidad que exhalan un aroma de almendras. Está tan bien conservada que hasta se ve el dibujo de los vasos sanguíneos bajo el cutis de mayólica y un rosado imborrable en la aureola de los pezones. Ese cuerpo incorruptible es la metáfora definitiva de su carisma colosal. Su mitificación tiene que ver con eso, pero es también una construcción de sus enemigos, de la paranoia por secuestrar su cadáver y hacerlo desaparecer. Ella, que ha sido el espectáculo, sigue dominando el escenario ‘corpore insepulto’.

Desde que Evita entró en la mitología, ha sido evocada miles de veces, no tanto con la neutralidad de un notario como con las distorsiones de un espejo curvo. También con el fervor de un musical de Lloyd Webber y Tim Rice que se aplaude con la misma devoción que la Juana de Arco de Verdi. Si despertó todas las pasiones menos la indiferencia, acaso se deba a un secreto esencial, a una angustia con epicentro en su infancia de huérfana ilegítima y humillada. Su leyenda poderosísima se funda en que llegó a lo más alto partiendo desde muy abajo, se dio a los suyos y murió joven.

Evita ‘Superstar’, como Che Guevara y Marilyn Monroe, es ahora una silueta de póster engullida por el mismo sistema que trató de embridar.